Era hora de salir, pasé semanas encerrado sin siquiera ver la luz del día. Empezaba a dudar si la forma del sol era realmente redonda y si la gente era tan insoportable como yo recordaba.
Dicen que son doce pasos los que se necesitan para “curar” la adicción al alcohol. Doce pasos... ¿Tendrá que ver con que eran doce los apóstoles? ¿Será un número elegido al azar? ¿Serán, de verdad, doce los pasos? ¿Por qué no trece?
Quería mantenerme alejado de las luces, quedarme perdido entre las esquinas vacías y húmedas de la casa, de cierta forma, me recuerdan el estado en el que está mi cabeza, atrapado en la comodidad de la soledad absoluta.
Muchas razones son las que me mantenían encerrado en esa habitación, en mis pensamientos, pero era sobre todo esa falta de ganas, motivación, no encontrar la necesidad de escuchar los ruidos, las voces, los gritos, sentir los pasos, soportar el ladrido continuo de los perros a través de la reja, el taxista queriendo hablar todo el camino imaginando lo cautivadores que pueden llegar a ser sus problemas para mi, el tipo del colectivo que viendo 20 asientos vacíos decide que puede resultar interesantísimo sentarse al lado del que estás ocupando y -¡cuándo no!- entablar una charla matutina; un auto pasando, el murmullo del ambiente, el choque descuidado con alguien en el supermercado, sonreír forzadamente, responder a los saludos obligados, evitar a la gente que trata de mirarte fijo para adivinar lo que pasa, esas que te buscan la mirada como un cachorro hiperactivo detrás de una pelota seguido de un insoportable “¿todo bien?”, mostrando esa frescura tan natural que molesta; los árboles en el mismo lugar, los mismos negocios, los mismos autos estacionados, las viejas de pueblo sentadas en la vereda como guardianes del anillo sagrado de la juventud, siempre pendientes de cada movimiento, hilando conjeturas sobre la vida ajena, atentas como lobos hambrientos, siempre en manadas y puntuales como un reloj suizo, con la resignación de dar por concluido un ciclo. Nada parecía cambiar, salvo algunos detalles totalmente insignificantes. Es ahí donde empecé a entender que tenía la capacidad de paralizar el tiempo por completo, pasar semanas lejos de la civilización, volver y hacer de cuenta que no habían sido más que unos minutos y que todo seguía igual. El sólo hecho de pensar en salir me agobiaba, me cansaba. Simplemente, no quería hacerlo.
No quería escuchar a la chica de la despensa con sus problemas existenciales si con sus 38 años tiene que seguir viviendo con sus padres; ni al carnicero alcohólico que se ríe cada vez que me ve comprar una coca cola, que la semana pasada se “olvidó” de buscar a su hija en el jardín y llegó 40 minutos tarde con olor a cerveza; ni al padre super perfecto de acá a la vuelta, que parece sacado de una película romántica, que no se equivoca jamás, que la familia lo adora por sobre todas las cosas del mundo... pero su mujer se acuesta con otro.
Tenía que cruzar esa puerta antes de volverme completamente loco, evitando todo el circo del barrio de la familia Ingalls, de toda esa mierda de sonrisas cruzadas, falsas, de plástico berreta.
Este sistema no funciona, no es lo que dice la gente el problema, sino lo que guardan. Decir las cosas a medias, olvidarse de esos “pequeños” detalles que resultan ser la esencia de la charla, omitir que sos un hijo de puta, dejar de mencionar que por las noches le pegás a tu mujer, o que te drogás todo el día y después salís a matar pibes. Esos “detallecitos” son los que hacen que me sienta cansado de escuchar a la gente, de prestar atención a relatos parciales y acomodados a gusto para que quienes los escupen puedan quedar siempre como héroes legendarios; de la “religiosa” del barrio hablando de su putisimo amor por Cristo y todas las criaturas humanas, donde todo es paz y amor, salvo los domingos al mediodía, cuando le grita al marido delante de toda la familia “¡Vos sos un inútil! ¡Callate!” “¡¿No ves?! ¡¿No ves que sos un estúpido?! ¡ni para poner la mesa servís!” o “¡Callá a ese pendejo que me tiene cansada!” refiriéndose al sobrino... Hipócrita... Pero qué hermosa sonrisa que tiene en la calle y qué comprensiva es con todo el mundo. Todos tenemos algo que esconder, después de todo.
No, no necesito que la gente ande contando sus problemas por la vida. Y tampoco quiero que vos me vengas a decir a mí cómo tengo que acomodar mi vida, cuando no sos más que una ilusión ordinaria que vende un espectáculo a los pocos espectadores que te quedan en ese teatro barato, que compran una entrada porque no tienen la capacidad para darse cuenta de que tus diálogos son pura basura. Y te escuchan, y te aplauden... Pobres ignorantes.
Me sentía estancado en todos los aspectos posibles, estancado emocionalmente porque en un principio nada lograba ser importante para mi; a nivel creativo: falto de ideas, de ganas, sin deseos de escribir... diciéndome: “¿para qué? ¿para escribir lo mismo... otra vez?”.
Un espectro, una leve y pálida sombra de lo que fui, un caminante que no camina.
Empecé el ritual... Preparé la ropa, acomodé la pieza, me duché, copié nueva música en el iPod, busqué los auriculares, saqué la cámara de fotos, limpié los lentes, los filtros, puse a cargar la batería... seguía dando vueltas para que se hiciese tarde y que salir ya no fuese necesario. Me lavé los dientes mientras caminaba por la casa. Volví a mirar la hora... Todo indicaba que, por más que intentase retrasar la situación, iba a tener que hacer ese esfuerzo sobrehumano.
Preparar la cámara fue una buena excusa para engañarme: "Tranquilo, Jorge, no salís por la gente, salís a sacar unas fotos, a apreciar algunos paisajes", fue lo mejor que se me ocurrió. Usar el auto sería una mala decisión, todo lo mismo, para sentirme encerrado; así que opté por sacar la moto, sentir un poco el viento y disfrutar de esa falsa ilusión de libertad que me calma cuando estoy de mal humor. Me gusta la velocidad, tengo que admitirlo. Velocidad, una palabra que no se lleva bien con los alcohólicos, pero, considerando mi estado absoluto de sobriedad, practicarla en la ruta no era tan mala idea.
Miraba a la gente mientras la música empezaba a pasar por mis oídos, por mis venas. Comenzaba a sentirme parte de esa farsa de bajo presupuesto, donde todo está tan claro desde el principio que, seguir sentado frente a la pantalla, no tiene sentido.
Ahí, en el lugar menos imaginado, en una estación de servicio, esperando que terminaran de cargar el tanque, me dí cuenta de todo, fue como un flash en plena oscuridad, de esos que te dejan ciego por unos minutos, cerrando y abriendo los ojos, tratando de centrar el foco. Todo, absolutamente todo, empezó a tener sentido.
¿Qué fue lo que me llevó a pasar tantos años en la oscuridad de mi propia sombra? ¿En qué momento até tan fuerte los hilos en mis manos para convertirme en un títere de tan ridículas decisiones?
Te veo tan cerca... ¿Cómo es que todo el alcohol del mundo no pudo eliminar esa imagen? Esa fotografía mental que podría haberse perdido con todo el resto... Pero no, ahí estabas: parada, sonriendo con ironía, mirándome fijo, hablando, preocupada “¿Jorge? ¿todo esto fue por mi? No me olvidaste después de todo ¿cierto?”.
Arranqué el motor y manejé, distante, a casa.
No.






